Hoy, 21 de marzo, se conmemora el Día Internacional por Eliminación de la Discriminación Racial. En esta fecha recordamos la matanza contra manifestantes que protestaban por la imposición del apartheid a manos de la policía sudafricana. Actualmente, medio siglo después de este horrendo suceso, las comunidades negras de todo el mundo siguen luchando por espacios dignos dentro de la sociedad, y es precisamente eso lo que me motiva a contarles sobre la grata experiencia que viví al visitar un territorio sagrado ubicado en un rincón de Centroamérica, un pequeño Zion para la comunidad garífuna hondureña. Este lugar es muy especial para mí, ya que fue donde sentí por primera vez en mi vida que estaba segura existiendo como una mujer negra en el mundo.
Llegamos varias personas desde distintos territorios de Abya yala, y tras largas horas de viaje iniciábamos lo que se convertiría en una de las más memorables experiencias de mi vida. Cuando nuestro bus se adentraba en caminos sin pavimento, sentí como si viajara en el tiempo a la época de mi infancia, cuando vivía en un selvático lugar del Chocó, en Colombia.
El camino que recorrimos para llegar a Vallecito estaba rodeado por un monocultivo interminable de palma africana, con la única compañía de esos camiones llenos del codiciado fruto que —dicen las organizaciones sociales— desangra a Honduras. Las palmas africanas se convirtieron de a poco en palmas de coco y vegetación nativa, y después de casi siete horas de conversaciones, se anunció la llegada al tan esperado Vallecito, un lugar de gran importancia para la Organización Fraternal Negra Hondureña (OFRANEH).
Nos recibió el cielo abierto, acompañado de los últimos rayos de sol. En cuanto puse los pies en el lugar me sentí en casa: vinieron a recibirnos algunas personas de la comunidad, y experimenté este particular fenómeno que sucede entre personas negras y que aún me es difícil de explicar; cuando, sin importar la nacionalidad o la edad, nos reconocemos como familia de manera inmediata, a través de una miradilla cómplice.
Fuimos conducidas a un gran espacio techado, pero antes de llegar, observaba unos árboles de mango de gran envergadura, que, sin duda han atestiguado la historia de Faya —el nombre del Vallecito en garífuna—, pero con extrañeza percibí que bajo los árboles se ubicaban cuatro militares fuertemente armados. Más adelante supe que, contradictoriamente, estaban ahí para proteger la vida de la coordinadora general de la organización. Esto, dado que, cuando alguien se atreve a enfrentar a la estructura dominante, siempre habrá poderes buscando silenciar dichas voces disidentes.
Ya dentro de este gran salón sin paredes y lleno de bancas de madera, en la parte de adelante estaban nuestres anfitriones, terminando de afinar los detalles del evento del día siguiente, del que afortunadamente haríamos parte. Nos saludamos primero tímidamente, pero con el correr del tiempo esa timidez devino en abrazos, conversas, sonrisas cómplices y posteriormente, en reflexiones y aprendizajes, tanto personales, como colectivos. Volviendo a la llegada al salón, se nos dieron algunas indicaciones sobre nuestra estadía en el lugar y se nos invitó a dirigirnos al comedor.
Fue ahí que empecé a entender la dinámica comunitaria del lugar. A cada una de nosotras nos asignaron utensilios para comer y se nos informó sobre las horas de retorno al lugar. Vale mencionar que, el comedor jugó un papel fundamental en la socialización entre la diversidad de personas que convergíamos ese fin de semana en Faya.
Al amanecer del día siguiente, nos esperaba una hermosa playa virgen que la OFRANEH protege, y mientras embarcábamos en un bote para atravesar la laguna y llegar a la playa, escuchábamos relatos sobre cómo los narcos habían profanado ese lugar sagrado con sus excéntricas celebraciones, y también sobre lo mucho que le ha costado al pueblo garífuna retomar sus territorios. Cuando vi el mar, sentí la presencia de Yemanjá, y de mis ancestras y ancestros; me sumergí en Ella, les agradecí por guiar mis caminos, por el privilegio de estar presente en ese territorio, por cuidar a mis hermanes y en cada ola que abrazaba sentía su respuesta bondadosa que empapaba todo mi ser.
De vuelta en el salón, escuché atenta al cómo y porqué las comunidades garífunas e indígenas han puesto sus cuerpos y sus vidas por proteger sus territorios, y con ello conservar la cultura, el idioma, la espiritualidad y las costumbres. Escuché también sobre cómo han sobrevivido gracias al trabajo y las dinámicas comunitarias. Fue así como entendí que Vallecito existe y resiste porque vivimos en una sociedad violentamente racista, bajo una estructura cuidadosamente pensada en la perpetuación y concentración del poder en unos pocos, una estructura que dispone el último eslabón social para los pueblos afrodescendientes e indígenas del continente. Convivimos a diario ante la mirada cómplice de la sociedad, con la deshumanización de nuestros cuerpos oscuros, la negación social de nuestros derechos como sujetas pensantes, con la exotización, cosificación y foljorización de nuestra ancestralidad, con el nulo acceso a justicia y desarrollo de nuestras comunidades.
Es por esto que se vuelve urgente enfatizar que la situación de despojo y marginación del pueblo garífuna y las comunidades afrodescendientes en América Latina está íntimamente ligada a la trata trasatlántica, que fue la primera gran manifestación del sistema capitalista comerciando a gran escala, donde el producto de intercambio fueron nuestras ancestras y ancestros. A 500 años de esta barbarie, la deshumanización de las comunidades afrodescendientes sigue estando más vigente que nunca, puesto que las personas negras seguimos experimentando altísimos niveles de exclusión. Ya no hay más espacio para acatar la ignorancia de nuestros opresores, no se puede seguir mirando hacia el lado, el sistema colonial necesita ser expuesto, confrontado, evidenciado y desmantelado, para así comenzar a cohabitar en armonía con todos los seres que hacemos parte de la construcción de memoria futura en esta Abyayala pluriétnica y multicultural.
Ejemplos como Vallecito nos presentan la oportunidad de mostrarle a la sociedad que la lucha de las comunidades negras está más viva que nunca, porque nacer en un cuerpo negro ya es nacer resistiendo. Frente a estas injusticias, luchamos. Sin embargo, hoy faltan compañeres y ante la impunidad, ante la precarización, ante el empobrecimiento, ante la violencia racista patriarcal: ¿qué haremos? ¿Seguiremos paralizades por el miedo o adormecides por el sistema? ¿Seguiremos esperando que otres luchen nuestras batallas? ¿No estamos ya cansades de sentir en cuerpo propio la violencia racista y patriarcal? ¿De ser menospreciades por la sociedad? Es tiempo ya de organizarnos, de seguir el ejemplo de la OFRANEH, de Vallecito y de tantes otres que se levantaron antes para sacar la voz y posicionarnos donde SÍ nos vean.
Vallecito es un territorio ancestral recuperado del narcotrafico y de terratenientes vinculados a la palma africana; que resiste al tiempo y que demuestra que es posible generar espacios de organización comunitaria que dan frutos, donde todas las personas que conforman una comunidad pueden aportar, donde les niñes, las abuelas y abuelos, las personas trans, las personas de las diversidades sexo-genéricas, quienes han ido a universidades y quienes son sabedores de otros oficios, en fin, donde todas las personas hacen parte fundamental para que el trabajo comunitario funcione como un engranaje autosuficiente. La fuerza espiritual que imprime Vallecito me recargó las energías para continuar luchando por nuestra dignidad negra, porque es la inconformidad con lo establecido lo que nos mueve a desafiar la estructura y apostar por el cambio.
¡SIN TERRITORIO NO HAY CULTURA, SIN TERRITORIO NO HAY PAZ, ¡VIVA LA OFRANEH!