Con frecuencia me preguntan cómo me volví feminista, es una pregunta común para las mujeres negras brasileñas, pues parece ser algo obvio en nosotras habiendo nacido negras en el último país que abolió la esclavitud en América, mujeres en una sociedad con record en feminicidios, que en su mayoría son pobres, en un sistema que incrimina la pobreza, siendo así ¿nos conseguimos entonces llamar feministas?
Ya respondí de diferentes maneras esa pregunta, y mi respuesta más común fue que cuando era adolescente empecé a participar del movimiento estudiantil y en aquella época estábamos viviendo el inicio, de la que hoy es la más masiva política de reparo, dirigida para la población afro-brasileña, las políticas de cuotas y reservas de vacantes en las universidades públicas y escuelas federales de referencia. Fue en ese ambiente que comenzó mi acercamiento, conocí a Sueli Carneiro, tuve mi corazón destrozado de dolor y amor al leer las 950 páginas de “Um Defeito de cor”(Un defecto de color) de Ana Maria Gonçalves. También bailé al son de Ivone Lara y Elza Soares, aprendí inglés solo para leer los otros libros de Toni Morrison, después de la revolución que fue leer “O Olho Mais Azul (El ojo más azul). Fue en la misma época también que estuve obsesionada por la experiencia de las mujeres afro-cubanas, quienes lideraron las campañas que erradicaron el analfabetismo y años después llegué a dicha Isla. Todo eso es verdad, aunque muchas veces me suena artificial, pues yo sé que me convertí en lo que soy por las mujeres de mi familia y del territorio en el que crecí.
Crecí en medio del amor y el cuidado de muchas mujeres negras. Mi bisabuela, dos abuelas, mi tía abuela, ocho tías de sangre, una tía escogida y una madre. Una familia afro-brasileña que después de múltiples experiencias de migraciones internas se concentró en la “Baixada Fluminense”, región metropolitana de Río de Janeiro, en busca de un hogar y un trabajo. En este territorio construyeron casas con patios, plantaron y recrearon las comunidades. Hasta el inicio de mi vida adulta viví la mayor parte del tiempo con mis padres y hermano, creciendo en la calle de mi familia extensa materna y vivimos con mis abuelas por periodos cortos. Soy feminista, porque pasé mi infancia y adolescencia aprendiendo de las memorias de estas mujeres y sus enseñanzas de autodeterminación, resistencia y lucha.
Con mi bisabuela Flor conviví hasta los 15 años y cuando en sus palabras tuvo que partir, recordé: “pues era flor y no semilla”. Nació al comienzo del siglo XX en Salvador, Bahía y de ella tomé el gusto por las mesas redondas, por los olores y sabores de los alimentos afro-brasileños y por la necesidad de vivir la vida en comunidad -“Carolina sal un poco para que veas la moda y te miren”-. De la abuela Lica, mi abuela paterna, con quien viví por algunos meses mientras restauraban mi casa y con quien pasé todos los veranos de mi infancia, ella es el nudo de una red familiar comunitaria gigantesca, fue quien me inició en la mediación de conflictos, diplomacia y la necesidad de construir horizontes en común, fue una de las primeras en identificar mi interés por la justicia social y debates políticos en medio del flujo de personas en su casa, con maestría, abrió espacios y me presentó la complejidad del mundo. Su funeral el 2017 fue un marco en la vida de su comunidad, de mi familia y de mi propia vida, identificando que solo las relaciones saludables me podían dar la certeza de que ella estaba lista, eso significó para mí su pasaje.
Soy también la feminista interesada en la cultura de la otra y que cree que el ímpetu de cambiar el mundo viene acompañado del deseo de conocerlo e interpretarlo, siguiendo los pasos de las mujeres de mi familia. Mi abuela Creuza, mamá de mi mamá, todavía me enseña sobre el poder de la reinvención de salir a conocer el mundo y conocerlo a través de los propios pies. Ella que, a pesar de tener a sus hijas grandes, de la jubilación y de la muerte prematura de mi abuelo, se fue a viajar por Brasil con una polaroid, vivió nuevos amores, volvió para el colegio y me invitó a su graduación, fue con quien yo aprendí que con la misma naturalidad que se hace la mejor avena del mundo, se habla también sobre la propia sexualidad.
En cuanto a las voces de mis tías y madre, como dice Conceição Evaristo, estas hacen eco, “el ayer- el hoy- el ahora”. Son al primer grupo que yo recurro cuando necesito acordarme, de que a pesar de que nuestro mundo se está despedazando, somos nosotras las mujeres negras, portadoras de un proyecto revolucionario. Son mis tías y mi mamá las que me enseñan que la lucha por la emancipación de la mujer negra no tiene como finalidad criar mujeres negras brillantes y exitosas, sino que por sobretodo generar transformaciones en la propia noción de la sociedad.
Fue a los ojos, entre las conversaciones y los silencios de mis bisabuelas, abuelas, tías y madre que aprendí todos los desafíos que estructuran las experiencias de las mujeres y su racialización en una sociedad como la de Brasil. De esterilización en masa como política pública, del aborto no seguro, de la violencia obstétrica y de la maternidad interrumpida precozmente, que traumatizaron a las mujeres de mi familia, desde ese entonces surge para mí la urgencia de la justicia reproductiva. Nace la necesidad de un nuevo formato de reproducción de vida, pues el exhausto y precario mundo del trabajo, que no remunera, ha dejado grandes marcas sobrecargando, acosando y matando. En los relatos de sexualidad impedida, de los ataques y de los amores mal vividos. De las políticas públicas creadas para producir barreras, destrucción y para matar a nuestros niños y niñas. Veo racismo y sexismo, esto lo aprendí después de las primeras enseñanzas.
La llegada de las primeras mujeres africanas en las Américas tuvo base en la criminosa experiencia de tráfico y esclavitud, siendo actualizada incluso después de la abolición de las que estaban sometidas a la misma. Brasil, así como muchos otros países de nuestro continente, estableció una política de exterminio racista, a partir de las últimas décadas del siglo XIX, cuyo foco era impedir la reproducción de las mujeres negras y producir la muerte de la misma población negra. Los principales teóricos del pensamiento social brasileño a principios del siglo XX afirmaban que la población negra brasileña estaría extinta en el año 2012, y se equivocaron, ya que hoy en Brasil existe la mayor población de descendientes africanos fuera de África. Existiendo afrodescendientes en todo el continente americano, grupo que crece cada vez más. Las mujeres afrodescendientes, sin dudas, fueron la clave contra el exterminio.
El día 25 de julio trata de construir estrategias para fortalecer a las mujeres afrodescendientes en sus luchas contra las fuerzas de la muerte y exterminio. Es un llamado a la cooperación, una fecha para celebrar las enseñanzas de vida producidas por mujeres como las de mi familia. Ellas me enseñaron, me protegieron y defendieron mi humanidad, asumiendo papeles de responsabilidad con toda la comunidad, librándose, y liberándonos.